Pornocracia | La fragilidad presidencial

*En un país donde la violencia, la impunidad y el acoso todavía forman parte del paisaje cotidiano; en un país donde la calle puede ser escenario de manifestaciones, de emboscadas, de caos, la mandataria estuvo expuesta. Y eso no sólo la humaniza: la hace vulnerable.

Por Enrique Hernández Alcázar

Acosaron a la presidenta Sheinbaum a plena luz de día, rodeada por su equipo y en pleno corazón del Centro Histórico de la Ciudad de México.

La escena -pensada para simbolizar cercanía, visibilidad y contacto directo con la ciudadanía– fue blanco de lo impensable. Ocurrió algo que desbarata cualquier guion políticamente controlado: un hombre se acercó, intentó besarla en el cuello, abrazarla por la espalda y hasta rozó su pecho.

En la plaza pública. Igual que lo ocurrido con Carlos Manzo en Uruapan. Afortunadamente solo quedó en acoso físico.


Ese instante, captado en video y difundido en redes, no es solo un desborde espontáneo de un simpatizante con exceso de efusividad. No sabemos si en sus cabales. Pero representa un espejo de la fragilidad coreográfica con la que la política de cercanía se vende hoy: pasos medidos, gestos controlados, discursos que buscan humanizar al poder. Pero cuando ese poder –o la apariencia de éste– camina entre la gente, está expuesto. Y en el tránsito se asoma una pregunta inevitable: ¿Quién de verdad protege a quien ejerce el mando?


El episodio plantea dos planos: uno individual, otro simbólico. En lo inmediato, está el hecho de que una mujer, que ocupa el cargo más alto de la Nación, fue tocada sin consentimiento. Un acto que pertenece al universo del acoso, del desbordamiento del espacio público que debería protegerse. Y en lo simbólico, está el mensaje: ¿qué tan segura es la cercanía mediada? ¿Cuánto se arriesga al posar para la foto entre gente cuando, en ese “entre”, entra lo inesperado?


La figura de la “líder que camina entre su pueblo” se popularizó para borrar muros, para dar rostro humano al poder. Pero cuando ese rostro está solo, o camina sin barrera, aparece lo que Hannah Arendt llamó “lo imprevisible en la multitud”. El poder se había vuelto cotidiano, transversal, abierto. Pero también se vuelve vulnerable.


No es gratuito que este incidente ocurra en la calle República de Argentina, en la zona del Zócalo –un espacio de tránsito masivo, de turismo, de manifestaciones, de caos contenido. Allí Sheinbaum, al frente del Ejecutivo, representa la autoridad, la presencia del Estado. Y la presencia del Estado exige protección, orden, y a la vez debe proyectar que “está con la gente”. Esa tensión entre “caminar entre” y “estar protegido por” se fragiliza con este tipo de hechos.


Una política de cercanía exige no solo disposición simbólica, sino también logística. ¿Cuántos escoltas deben acompañar? ¿Cuánta separación debe existir entre la mandataria y los ciudadanos que la saludan? ¿Cuándo la foto termina siendo escenario y comienza la improvisación real? Estas preguntas no son tecnicismos: son cuestiones de legitimidad, seguridad y eficacia de la comunicación gubernamental.


Desde su campaña, Sheinbaum prometió un poder distinto, que rompiera con los aislados despachos y las torres de cristal. Hoy gobierna. Y la cercanía que prometió ya no es solo discurso: es rutina. Pero la rutina también es trampa. Porque “ir al pueblo” significa inseguridad, significa lo errático, significa lo que no se planificó. Y cuando lo que no se planificó es una mano que se posa sin permiso, la fotografía se convierte en alerta.


Para la oposición, para los ciudadanos, para los analistas, el episodio sirve también como metáfora de algo más profundo: el “pueblo” como espacio de legitimidad política, pero también como riesgo latente para quien ejerce el mando. En un país donde la violencia, la impunidad y el acoso todavía forman parte del paisaje cotidiano; en un país donde la calle puede ser escenario de manifestaciones, de emboscadas, de caos, la mandataria estuvo expuesta. Y eso no sólo la humaniza: la hace vulnerable.


¿Qué lectura hace el gobierno de esto? Primero, corre a limpiar la imagen, retomar el control de la narrativa: sí, hubo incidente, seguridad intervino, situación controlada. Segundo, revisa protocolos: en la próxima gira, quizá menos espontaneidad y más barrera invisible. Pero aquí está el quid: la espontaneidad es lo que se vende como valor político. Si la retiramos, ¿qué queda? Un líder encerrado, poco diferente del antiguo político de elite.


Para los ciudadanos que veían la escena –y ahora la ven a través del video que circula– el mensaje es bifronte. Por un lado, “ella camina como uno de nosotros”; por el otro, “ella está tan sola como uno de nosotros”. Y cuando los dos mensajes pasan al mismo plano, se confunden. ¿Cuál prevalece? ¿La cercanía o la soledad?


Finalmente, este episodio no es menor. Pone al descubierto que la cercanía al poder no es simplemente un recurso estético de campaña. Es un terreno minado de responsabilidades, de riesgos, de contradicciones. Quien decide “bajar al pueblo” debe asumir que el pueblo no es sólo una masa de aplausos: es impredecible, incómodo, oportunista, conflictivo. Y si el poder no lleva casco, se abre a la distancia entre la imagen construida y la experiencia vivida.


Así, en el Centro Histórico, mientras los transeúntes seguían su ritmo, la mandataria fue un imán. Un magnetismo que no pidió, que no se esperaba, que no estaba diseñado. El control quedó fuera del guion. Y en ese segundo sin guion, se filtró la política real: visibilidad, peligro, vulnerabilidad.


La lección para la democracia y para la prensa es clara: no basta con caminar entre la gente. Hay que saber con quién, cómo y bajo qué condiciones se hace. Porque la cercanía que se exhibe como victoria simbólica puede convertirse, en un parpadeo, en frágil grieta de la seguridad presidencial. 

En el contexto actual es inadmisible abrir la puerta al riesgo innecesario con el pretexto del manejo político para control de daños.

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Enrique Hernández Alcázar

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