Por Filiberto Cruz Monroy
En lo profundo del Bosque de Chapultepec, entre la algarabía de los visitantes y los murmullos del follaje, respira Xin Xin. Su andar es pausado, su mirada serena. En sus ojos se reflejan casi cinco décadas de historia, de ternura nacional, de diplomacia, de canciones infantiles y de asombro ante un animal que llegó a México como un símbolo de amistad… y se convirtió en parte del corazón de un país.
Xin Xin no es cualquier panda. Es la última. La única en su tipo. Nació en suelo mexicano, hija de Tohuí —la panda que unió a México con su tierna existencia— y de Chia Chia, un macho llegado desde Londres para continuar un linaje que, contra todo pronóstico, floreció en este rincón del mundo. Xin Xin es el único panda gigante en el planeta que no nació ni pertenece a China. Es, por derecho y por historia, una mexicana más.
Este 1 de julio cumplió 35 años, superando por mucho la expectativa de vida de su especie. Lo ha logrado gracias al cuidado inquebrantable de sus “panderos”, como se les llama con cariño a sus cuidadores, veterinarios y biólogos, que día con día se aseguran de que tenga una vida digna, serena, rodeada de cariño y atención. En cada hoja de bambú que mastica con lentitud, se palpa la dedicación de un equipo que la acompaña como a una abuela sabia, entrañable y frágil.
Pero ese amor profundo que México ha mostrado por los pandas desde 1975, ese cariño tejido con memoria popular y herencia diplomática, está a punto de extinguirse. Xin Xin, la última descendiente de una estirpe de pandas nacidos en Chapultepec, será también la última en habitar este país. Cuando ella cierre los ojos, el linaje se irá con ella.
No se trata solo de la pérdida de un animal, sino de un símbolo. Con Xin Xin se va la nostalgia de generaciones que cantaron “Tohuí, Tohuí” en su infancia, la maravilla de los primeros avistamientos de un panda en vivo, la ternura que se sembró en la conciencia colectiva. Se va también la esperanza de que, desde este lado del mundo, México pudiera sostener un programa de conservación sin parangón fuera de China.
La historia comenzó con Pe Pe y Ying Ying, una pareja donada por la República Popular China como un gesto de amistad. Aquellos pandas no estaban atados por contratos de alquiler, como los actuales. Eran un regalo, y sus crías también pertenecerían a México. En esa libertad floreció la vida. Siete crías llegaron a través de la reproducción natural, algo inédito fuera del país asiático. Chapultepec se convirtió en un santuario improbable para una especie que parecía condenada a la exclusividad oriental.
Pero con el tiempo, la realidad se impuso. Ninguna de las crías logró reproducirse, salvo Tohuí, quien tuvo a Xin Xin. Ni siquiera los avances tecnológicos ni el intento de inseminación artificial en 2012 lograron revertir el destino. Y mientras los zoológicos de Washington y Atlanta devuelven a China a sus pandas “rentados”, México se prepara para despedir al suyo, al único que nunca tuvo que regresar, porque aquí nació, creció y resistió.
Xin Xin es embajadora de la vida silvestre, testimonio viviente de lo que puede lograrse con compromiso, ciencia y afecto. Ha vivido más allá de lo que dicta la biología gracias al esmero de sus cuidadores. Su existencia es una ofrenda a la paciencia, un tributo al cuidado silencioso y constante de aquellos que, lejos de las cámaras y los reflectores, se dedican a que su última etapa sea digna, tranquila y llena de amor.
Cada paso que da Xin Xin en su espacio del Centro de Conservación de la Vida Silvestre de Chapultepec es una página final. Su aliento pausado, su andar lento y su mirada contemplativa son una despedida lenta, inevitable y profundamente emotiva.
¿Qué queda para México después de Xin Xin? Queda la memoria. Queda la historia tejida con lazos de ternura. Queda la enseñanza de que es posible amar a una especie ajena como si fuera nuestra, de que se puede construir identidad y orgullo a partir del respeto a la vida.
También queda un llamado urgente: el de no olvidar a nuestras propias especies en peligro, como el ajolote, el lobo mexicano, el teporingo. Así como Xin Xin recibió todo el amor posible, ellas también merecen ser protegidas, observadas con la misma devoción, rodeadas del mismo cuidado.

Cuando llegue el día en que Xin Xin se despida, el Zoológico de Chapultepec se quedará sin su panda gigante, y con ella se apagará una llama encendida hace casi 50 años. No volverá a haber otra como ella, porque su linaje fue único. Porque nació no solo de una pareja de pandas, sino del cariño de un país entero.
Y aunque su cuerpo un día deje de respirar, Xin Xin vivirá mientras haya quienes la recuerden, mientras los niños sigan preguntando por la panda de Chapultepec, mientras en alguna conversación se mencione su nombre con una sonrisa. Porque el amor verdadero, como el que México le ha tenido a sus pandas, no muere. Se transforma en recuerdo, en leyenda, en símbolo.
Xin Xin significa “esperanza”. Y aunque su vida llegue a su fin, el eco de su existencia seguirá inspirando a quienes creen que aún es posible cuidar lo que amamos.