Hay políticos que parecen personajes de novela, y luego está Gerardo Fernández Noroña, que más que personaje parece novela completa… con segunda parte, epílogo y reedición comentada. Lo suyo es una mezcla entre el héroe de barrio que levanta la voz contra los poderosos y el burgués recién estrenado que presume casa de 12 millones de pesos en Tepoztlán. ¿Cómo llegamos de aquel muchacho de la UAM, luchador por los deudores de la banca, al senador que viaja en primera clase con cargo al erario? La respuesta podría estar en Robert Louis Stevenson: por un lado es Fernández (el indignado, el combativo, el sociólogo de izquierda) y por el otro es Noroña (el señor de camionetas de lujo, propiedades sospechosas y desplantes de diva en la sala VIP del aeropuerto).
Su trayectoria comenzó con cierto halo romántico: candidato del PMS en 1988, incorporado después al Frente Democrático Nacional y luego al PRD, con la bandera de justicia social y una convicción que parecía auténtica. Fundó la Asamblea en Defensa de los Deudores de la Banca en 1995, cuando las familias mexicanas eran ahogadas por los intereses usureros. Ahí estaba él, plantado frente a Zedillo, como un Robin Hood verbal de los que no se quiebran. Su discurso era sencillo: defender al pueblo contra los banqueros, contra el fraude, contra el abuso. Y muchos le creyeron.
Luego vinieron los reflectores del PRD, donde fue vocero nacional. En esos años su estilo bronco ya se perfilaba: gritaba en tribuna, se peleaba con la Policía Federal, se colaba en actos oficiales para interrumpir discursos presidenciales. Era el rebelde sin corbata, el ajonjolí de todos los moles de la protesta. Se ganó fama de “incómodo”, aunque también de intransigente y ególatra. En 2009 llegó a San Lázaro como diputado del PT, donde sus intervenciones eran mitad denuncia, mitad espectáculo. De ahí en adelante, Noroña fue más personaje que legislador: el diputado que hablaba de austeridad pero que jamás desperdiciaba una cámara.

Y aquí entra el giro argumental. El defensor de los pobres, el hombre que renegaba del consumismo, aparece hoy manejando un Volvo de casi un millón de pesos y presumiendo un caserón en Tepoztlán, justo en tierras comunales. Cuando le cuestionaron, respondió que todo fue con créditos y con lo que gana en sus transmisiones en YouTube. Sí, claro: el revolucionario digital que pasa la charola virtual a sus fans, acumulando donaciones por casi 7 millones de pesos. Stevenson lo habría escrito mejor: el Dr. Jekyll de las causas sociales se transforma en el Mr. Hyde del “superchat”.
Los episodios escandalosos son tantos que uno no sabe si reír o llorar. Desde su negación del cubrebocas en plena pandemia hasta sus exabruptos en redes sociales contra periodistas y actrices, pasando por aquella joya en China cuando pidió fotos sin ropa a una usuaria de Twitter que se quejaba del calor. Todo esto mientras exigía respeto, ética y austeridad. Entre tanto, ha acumulado sanciones por violencia política de género, pleitos con “Alito” Moreno a golpes en el pleno, y berrinches contra medios que lo llaman por su nombre: un político contradictorio.
Pero la cereza del pastel es su más reciente metamorfosis: presidente del Senado. El mismo que increpaba desde la calle hoy viste traje y defiende la solemnidad del cargo, aunque a la menor provocación saque su Mr. Hyde y acuse a la prensa de “ruin” y a sus rivales de “porros”. El problema no es la metamorfosis, sino la incoherencia: ¿dónde quedó el hombre que decía que ningún político debía vivir en la opulencia mientras el pueblo carece de lo básico? Hoy, desde su mansión en la falda del Tepozteco, parece más vecino de Cuernavaca Country Club que hijo de la lucha social.
Claro, él dirá que todo es campaña sucia, que el pueblo lo quiere, que sus críticos son ruines y cobardes. Y quizá algo de razón tenga: parte de su magnetismo está en esa capacidad de polarizar. Pero también está el hecho de que, si uno rasca entre discursos y propiedades, la contradicción se impone. Fernández Noroña no es el único político que predicó agua y bebió vino, pero sí es el que lo hace con más teatralidad.
Dr. Jekyll y Mr. Hyde es una historia sobre la dualidad moral, sobre cómo dentro de un mismo hombre puede habitar la virtud y la perversión. En el caso de Noroña, es aún más gráfico: Fernández, el luchador social, el sociólogo combativo; y Noroña, el senador con chofer, camioneta y casona de 12 millones. Dos personajes en uno, cada vez más irreconciliables.
El problema es que no estamos ante literatura fantástica, sino ante política mexicana: esa donde el discurso de austeridad se estrella contra los muros de piedra de una residencia de lujo; donde el pueblo es invocado para justificar lo injustificable; donde el héroe popular acaba convertido en caricatura de sí mismo.
Y al final, como en la novela de Stevenson, el monstruo termina devorando al hombre. La pregunta es: ¿qué le pasó a Gerardo Fernández Noroña? O quizá la pregunta correcta sea: ¿qué tanto de Fernández queda todavía bajo la sombra de Noroña?