Pornocracia | “Nepal arde como espejo”

Nepal ardió en 48 horas. No como metáfora, sino como hecho: el Parlamento en llamas, líderes políticos huyendo en helicóptero, cárceles abiertas por turbas juveniles, y un país bajo control militar. Todo comenzó con un bloqueo digital: 26 redes sociales censuradas por el gobierno comunista de K.P. Sharma Oli, en respuesta a una campaña viral que denunciaba el nepotismo de la élite política. Lo que siguió fue una insurrección liderada por la Generación Z, que dejó al menos 25 muertos y más de 300 heridos.

¿Y en Occidente? ¿Dónde está la furia? ¿Dónde el incendio?

La pregunta no es si hay corrupción o autoritarismo en Europa, Estados Unidos o América Latina. La pregunta es por qué no hay rebelión. Porque sí, hay censura algorítmica, vigilancia masiva, concentración mediática, populismo autoritario y corrupción institucionalizada. Pero la respuesta social es distinta: no hay fuego, hay filtros. No hay barricadas, hay trending topics. No hay insurrección, hay indignación administrada.

Nepal, con su fragilidad democrática y su historia de golpes y monarquías, parece un escenario propicio para el estallido. Pero eso sería una lectura cómoda. Lo que ocurrió allí no es una anomalía de país “pequeño”, sino un síntoma de algo más profundo: el hartazgo generacional ante un sistema que promete democracia pero entrega represión. Y eso, aunque se maquille mejor, también ocurre en Occidente.

En Francia, los chalecos amarillos paralizaron París. En Chile, los estudiantes encendieron el metro. En Estados Unidos, Black Lives Matter tomó las calles. Pero esos movimientos, aunque potentes, fueron absorbidos por el aparato institucional, por el discurso mediático, por la maquinaria electoral. En Nepal, la revuelta no pidió permiso. No buscó representación. No negoció. Hasta ahora.

Quizá la diferencia esté en el umbral de tolerancia. En Occidente, la corrupción se gestiona como escándalo, no como crimen. El autoritarismo se disfraza de gobernabilidad. Y la protesta se convierte en performance. La democracia liberal ha aprendido a domesticar la disidencia: la canaliza, la estetiza, la monetiza. En Nepal, la represión fue tan burda que la respuesta fue visceral.

Pero cuidado con el exotismo. No se trata de romantizar la violencia ni de idealizar la revuelta. Se trata de reconocer que la indignación tiene límites. Y que cuando esos límites se cruzan, incluso en países “pequeños”, la sociedad puede incendiar el poder. Lo que Nepal nos recuerda es que la democracia no es un decorado. Es una práctica. Y cuando esa práctica se corrompe, la ciudadanía puede dejar de jugar el juego.

¿Puede Occidente aprender de Nepal? Solo si deja de mirar con condescendencia. Solo si reconoce que el autoritarismo no siempre lleva uniforme militar. A veces viste traje, sonríe en debates, y bloquea redes con algoritmos, no con decretos. Y que la corrupción no siempre se esconde: a veces se exhibe como eficiencia.

Nepal no es una excepción. Es un espejo. Y Occidente haría bien en mirarse antes de que el fuego cruce fronteras.

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Enrique Hernández Alcázar

Enrique Hernández Alcázar