Pornocracia | “Heredero del complot”

Ahora resulta que Andrés Manuel López Beltrán, hijo del presidente, se siente espiado. Que lo vigilan, lo linchan, lo acosan. Que su viaje a Japón —ese que se volvió viral por fotos en aeropuertos, templos y trenes— fue, según él, objeto de una operación de “espionaje político” orquestada por sus adversarios. 

La denuncia del hijo del expresidente revela un nuevo intento de victimizar el privilegio. ¿Y Pegasus? Bien, gracias. Espionaje, dice. Así, sin pudor. Pero cuidado con banalizar un acto tan grave. Porque si todo es espionaje, nada lo es. Y hay quienes sí fueron espiados —desde el poder— con consecuencias reales, peligrosas y documentadas.

¿Espionaje? ¿En serio?

¿Ya se le olvidó Pegasus? ¿Ya se le borró de la memoria el escándalo internacional que reveló cómo el gobierno de su padre utilizó ese malware desde la esferea militar para espiar a periodistas críticos, activistas, defensores de derechos humanos y opositores políticos? ¿Ya se le olvidó que, mientras su familia hablaba de transformación y justicia, el aparato estatal seguía operando como en los peores años del PRI?

Porque eso sí fue espionaje. Eso sí fue grave. Eso sí vulneró derechos, puso vidas en riesgo y desnudó la hipocresía de un régimen que se vendía como distinto pero replicaba las peores prácticas del pasado.

Pero ahora que el foco se posa sobre uno de los hijos del presidente, el espionaje se convierte en agravio. En linchamiento. En ataque clasista. Andy se defiende con un comunicado que parece escrito por el comité de comunicación de Morena: habla de “jornadas extenuantes de trabajo”, de vuelos comerciales, de hospedajes pagados con recursos propios. Se esfuerza por desmentir el uso de avión privado y hoteles de lujo. Y cierra con una cita de Juárez: “vivir en la justa medianía”. Como si el viaje a Japón fuera una peregrinación austera y no un paseo por uno de los países más caros del mundo.

La narrativa oficial se tambalea. Porque no es la primera vez que los hijos del presidente se ven envueltos en polémicas que contradicen el discurso de austeridad, ética y transformación. Y porque el intento de blindarse con frases históricas y acusaciones genéricas no alcanza para borrar la imagen de un heredero del poder disfrutando privilegios que millones de mexicanos no pueden ni imaginar.

¿Quién espía a Andy? ¿Un ciudadano con un teléfono en el aeropuerto? ¿Un reportero que hace su trabajo? Si eso es espionaje, entonces estamos redefiniendo peligrosamente los límites del periodismo. Porque lo que le molesta no es la vigilancia, sino la exposición. Lo que le incomoda no es el espionaje, sino el espejo.

Andy no es víctima de Pegasus. No lo persigue el Estado. No lo vigilan por denunciar corrupción o exigir justicia. Lo observan porque es parte de una élite política que prometió ser distinta y que, cada vez más, se parece a las de antes. Y si la crítica le parece linchamiento, entonces el debate público está en riesgo.

La verdadera pregunta no es si Andy fue espiado, sino por qué su viaje genera tanto ruido. Y la respuesta es simple: porque representa una contradicción. Porque encarna el doble discurso. Porque mientras millones sobreviven con salarios mínimos y servicios públicos colapsados, los hijos del poder se pasean por Tokio y se indignan cuando los ven.

El espionaje es grave. Pero más grave es banalizarlo cuando toca a casa. Porque entonces, lo que se defiende no es la privacidad, sino el privilegio.

Estaríamos mejor sin bolsas de Prada.

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Enrique Hernández Alcázar

Enrique Hernández Alcázar