Por Enrique Hernández Alcazar
Donald Trump volvió a la Casa Blanca. No como un déjà vu, sino como advertencia del retorno del proteccionismo agresivo y del chantaje económico envuelto en bandera nacionalista. A siete meses de su nuevo mandato, el presidente de Estados Unidos reactivó su política exterior favorita: doblar a México. Otra vez.
Esta mañana, Trump y Claudia Sheinbaum sostuvieron una llamada telefónica. Oficial. Binacional. Pero no diplomática. En sus redes, el mandatario anunció nuevos aranceles: 25% a los autos, 50% al acero, aluminio y cobre. Su cruzada, dice, es contra el fentanilo. Pero el tono, las tarifas y el contexto hablan de otra cosa: extorsión comercial con retórica antidrogas.
La respuesta mexicana fue sobria y breve: una prórroga de 90 días. Otra. Una más. Calificada por los afines al regimen de morenista como “un nuevo éxito” de la presidenta. Como si con calendario y cortesía se pudiera contener al bulldozer de Washington.
La historia no es nueva. En 2017, Trump usó la misma técnica amenazante y convirtió a México en su piñata con el pretexto del muro fronterizo. Seis años después, el guion se repite. Nuevos temas, mismo argumento, con Sheinbaum en lugar de López Obrador y aranceles industriales en vez de cuotas humanas.
Sheinbaum calificó la conversación como “buena”. ¿Qué será “buena” cuando el amago viene disfrazado de negociación? ¿Dónde queda la soberanía si seguimos celebrando cada regateo como un logro del Estado mexicano? ¿Vamos a seguir vendiéndole a Mr. Orange la narrativa de que es un balazo en el pie para sus gobernados? ¿Cuánto tiempo más vamos a soportar el aliento trumpista sobre nuestra nuca?
Porque no se trata solo de economía. Se trata de postura. De dignidad. Golpear al acero, al cobre, a los autos, no solo afecta empleos y cadenas de producción. Golpea el centro nervioso de nuestra relación bilateral. Nearshoring, integración manufacturera, estabilidad comercial: todo bajo asedio.
Trump señala a México como responsable de una epidemia que nace en su territorio, con precursores asiáticos y una DEA que ha sido ineficaz frente a cárteles y farmacéuticas locales. Con redadas inhumnanas, deportaciones y antimigración como sistema cultural aunque le pegue en su popularidad. Obvio. Culpar al otro vende mejor. Y Trump es especialista en la materia.
Cada prórroga es un compás de espera que valida el desequilibrio. Un “sí, señor” diplomático. Una rendición retórica. Porque Trump no quiere cooperación, quiere subordinación y Sheinbaum -en esta encrucijada- tendrá que elegir si quiere otorgar más concesiones con tono amable o un posicionamiento mucho más firme, aunque implique costos.
Los 90 días no son un logro. Son una cuenta regresiva.
¿Cuántas prórrogas más, Donald?
¿Cuántas antes de que México diga basta?
