Por: Enrique Hernández Alcázar
Amanecimos el 3 de julio del año 2000 con la noticia del siglo: el PRI perdió la elección presidencial.
Vicente Fox, candidato del PAN y su alianza con el Partido Verde (sí, el Verde que hoy es guinda), derrotaron en las urnas a Francisco Labastida Ochoa, abanderado tricolor, en un hecho que marcó el inicio formal de la transición democrática en México. Al menos en el papel.
Las portadas de aquella mañana eran contundentes y sin espacio para dudas:
- “Adios al PRI” titulaba Reforma.
- “Gana Fox; cambia la historia” decía El Universal.
- “Fox gana, el PRI pierde” sintetizaba Excélsior.
- Y La Jornada apostaba por: “Triunfa la alternancia”.
El ambiente era de fiesta cívica. Se hablaba del fin del autoritarismo, de un nuevo ciclo de libertad, de democracia real. Y sí, algo había cambiado: el voto contó, la oposición ganó, y el sistema priísta mostraba grietas irreversibles. Pero la pregunta que nos toca hacer un cuarto de siglo después es otra: ¿esa transición prometida realmente ocurrió? ¿O sólo cambiamos de administradores sin alterar las lógicas profundas del poder?
25 años después, hay quien sostiene que la democracia está en peligro. Otros más, que ya no existe y que vivimos en una autocracia con ropaje electoral. Y está también la mayoría electoral, que afirma que estamos mejor desde López Obrador y que todo se consolidará con Claudia Sheinbaum como primera presidenta del país.
La paradoja es brutal: un gobierno emanado del voto mayoritario que, a su vez, debilita los contrapesos, concentra el poder a ultranza, desmantela organismos autónomos, militariza la seguridad pública y confronta al borde de la ilegalidad a quienes piensan distinto. Una democracia formal que usa sus credenciales para debilitar sus principios.
Lo vimos con la captura de la Suprema Corte, con la desaparición del INAI, con el debilitamiento sistemático del INE, con el uso faccioso de la UIF y la FGR. Lo vemos hoy con la mayoría aplastante en el Congreso, con el control del aparato de seguridad por la Sedena y en la instalación de una narrativa donde la crítica es traición.

Nada de esto exime al pasado: el PAN falló, el PRI se recicló y la corrupción se reacomodó. Pero lo que enfrentamos hoy es otra cosa: una concentración de poder que se alimenta de la polarización, el culto al liderazgo y el vaciamiento institucional.
¿Qué democracia queda si todo está sujeto a la voluntad de una sola fuerza política? ¿Qué oposición sobrevive si se criminaliza la disidencia y se premia la sumisión?
25 años después, lo que tenemos no es la transición que se nos prometió. Es otra cosa. Un nuevo orden político con apariencia de democracia, pero que replica vicios del pasado con una eficiencia que asusta.
Si acaso el Siglo XXI comenzó con la alternancia, este primer cuarto de siglo termina con una pregunta urgente: ¿y si todo fue una simulación?
Qué tan mal estaremos que algunos hasta extrañan a Vicente Fox.