Opinión | “La austeridad se fue a ‘La Chingada’”

(Como cuando los ‘principios’ de la 4T se van de vacaciones)

Por: Enrique Hernández Alcázar

Cuando Andrés Manuel López Obrador cerró la puerta del Palacio Nacional y se retiró a su rancho “La Chingada” en Palenque, no solo dejó a Morena y al país en manos de su heredera política, Claudia Sheinbaum. También se llevó, bajo el brazo, los preceptos de su “austeridad republicana” que tanto presumió como bandera de moralidad y congruencia. Esa austeridad que, repetía cual mantra, buscaba evitar “gobiernos ricos y pueblos pobres”.

Hoy, casi un año después, los integrantes de la autoproclamada Cuarta Transformación parecen haber mandado esos principios al mismo lugar —“La Chingada”— que tanto mencionaron para criticar los excesos del pasado. ¿La muestra? Vacaciones europeas y asiáticas, relojes de lujo, cenas en restaurantes donde el menú cuesta lo que gana en dos semanas un trabajador por honorarios. Todo, por supuesto, cubierto con una sonrisa revolucionaria y el argumento de que “ya no roban como antes”.

Ahí está Andy López Beltrán, el hijo del presidente que nunca ocupó cargo formal, pero que operó tras bambalinas con la comodidad de un príncipe heredero. Está Ricardo Monreal, viejo zorro del poder, que ya no esconde el gusto por los vinos caros. Mario Delgado, líder de Morena, paseando por Europa mientras presume músculo político en redes sociales. Y Adán Augusto López Hernández, que colecciona relojes de alta gama como si fueran tamales oaxaqueños. Los Yunes morenos, por su parte, viven en una contradicción ideológica que ya ni se esfuerzan en disimular.

Ante este circo, Claudia Sheinbaum ha tenido que desempolvar las frases de su mentor para tratar de imponer orden: “No puede haber gobierno rico con pueblo pobre”. Lo dice, lo repite, lo tuitea, pero ¿quién le hace caso? A falta de obediencia interna, Sheinbaum se ve obligada a sacar el “amuletito discursivo” de AMLO, como si el espíritu del casi tlatoani tuviera que interceder para que sus huestes se comporten. Un “recuerden lo que dijo el líder” que suena más a regaño de abuelita que a política de Estado.

El colmo de la tragicomedia lo puso Gerardo Fernández Noroña, hoy presidente del Senado y eterno francotirador ideológico, cuando se le ocurrió cuestionar qué demonios significa “lujo”. “¿Van a pasar la lista de en qué hoteles podemos estar y en qué hoteles no? Porque robaban a manos llenas antes, pero ahora lo más que pueden decir de nosotros es: ‘Ay, es que se contradicen’”, soltó, con esa mezcla de sarcasmo y soberbia que tanto le gusta. “Esto de en qué hoteles puedes estar es pura hipocresía, puro racismo, puro clasismo”, agregó.

El problema para Noroña y compañía es que la austeridad no era un catálogo de hoteles baratos ni una guía Michelin del proletariado. Era —o se suponía que era— una política para que el dinero público se usara en beneficio de la gente, no para financiar los gustos de la clase política en turno. Si para ellos austeridad es comer en una fonda en vez de un cinco estrellas, pues bienvenidos al club del autoengaño.

Mientras tanto, la presidenta Sheinbaum camina por la cuerda floja. Por un lado, tiene que demostrar que el obradorismo sigue vivo, aunque los obradoristas anden de tour por Ibiza. Por el otro, enfrenta una oposición que se frota las manos con cada foto de un senador en restaurantes de París. En el fondo, lo que se derrumba no es la austeridad, sino el relato de pureza moral que sostuvieron durante años.

Y ahí está la verdadera pregunta: ¿de qué sirve predicar austeridad si tu propia gente la trata como una ocurrencia pasajera? Tal vez, como tantas otras promesas de la 4T, la austeridad fue solo un traje a la medida para un sexenio. Uno que se guardó en el clóset el día que López Obrador se fue a “La Chingada”. La austeridad no murió. Se fue de viaje. Y parece que no tiene fecha de regreso.

Compartir esta noticia
Redacción

Redacción