Por Enrique Hernández Alcázar
Hoy es 4 de julio. Mientras Estados Unidos celebra su independencia con fuegos artificiales, banderas y desfiles patrióticos, una pregunta se cuela entre el estruendo: ¿independencia de quién, para quién y a costa de quiénes?
En tiempos de Trump, la palabra “libertad” se ha convertido en un escudo para defender privilegios, justificar el racismo y desmantelar los derechos adquiridos. El populismo de derecha, en su versión gabacha, ha secuestrado el discurso fundacional de los Estados Unidos para ponerlo al servicio de una élite económica que se presenta como pueblo oprimido, mientras exprime a los verdaderamente oprimidos.
Trump no es solo el presidente de la nación ‘más poderosa del planeta’. Es un proyecto ideológico, un grito tribal, un negocio multimillonario envuelto entre barras y estrellas. Su propuesta no es hacer grande a América otra vez, sino hacerla rentable para los suyos. Su famoso muro ya no es solo una valla física en la frontera: es una muralla simbólica que divide, excluye y criminaliza. Su slogan real podría ser: “Por el bien de todos (nosotros), primero los ricos”.

Apenas lleva seis meses en su segunda tanda al frente de la Casa Blanca y ya pesan como seis años.
La “Big Beautiful Wall” se ha transformó en una Big Beautiful Bill: una legislación orientada a recortar impuestos a millonarios, blindar privilegios a empresas contaminantes, frenar protecciones laborales, restringir derechos reproductivos y migratorios, y garantizar que el sueño americano siga siendo solo para quienes ya están adentro.
El trumpismo no celebra la independencia de los Estados Unidos, sino su indiferencia. Indiferencia ante los migrantes que mueren en la frontera. Indiferencia ante el cambio climático. Indiferencia ante la violencia armada. Indiferencia ante el racismo estructural, la desigualdad crónica y el desmantelamiento de instituciones democráticas.
Trump y sus aliados no quieren una país libre, quieren un país cerrado a las ideas, a la diversidad, a la crítica. Quieren una América hecha a imagen y semejanza del hombre del copete naranja: excesiva, ególatra, impune.
Y sin embargo, lo más grave no es su delirio, sino su eficacia. Porque el trumpismo no sólo existe: avanza. Candidatos de su estilo ganan elecciones, medios de su agenda dominan el debate, jueces afines toman decisiones que marcarán generaciones. Su asalto al Capitolio de 2021 fue solo un ensayo. La verdadera amenaza es la normalización de un autoritarismo con cara de entretenimiento.
Este 4 de julio ya no se trata de festejar una independencia conquistada hace siglos, sino de advertir esas libertades alcanzadas que hoy están bajo amenaza. Estados Unidos vive un momento bisagra. Su papel en el mundo, su cohesión interna y su presunto ejemplo como la democracia más sólida del planeta están siendo erosionados desde dentro. Los discursos que enarbolan la libertad para destruirla están a la orden del día.

Mientras los fuegos artificiales iluminan desde los cielos los barbiquius del ciudadano común, muchos pobres gringos —afroamericanos, latinos, migrantes y blancos excluidos del sistema— no celebran su libertad, sino una forma elegante de opresión.
Allá, todo lo que huela a mexicano, a latino, a hispano, es perseguido por ICE. Acá, los mexicanos privilegiados -o los que pretenden serlo, en mis tiempos llamados wannabes– siguen soñando con viajar al otro lado para gozar del shopping y las megaofertas del día de su independencia.
El sueño americano sigue siendo un privilegio.
Y su pesadilla, una exportación global.
Happy Fourth of July.