Por: Enrique Hernández Alcázar
Bastó una frase mal construida para que el día se tiñera de ironía involuntaria. Justo en el día del cumpleaños de Claudia Sheinbaum. “No me ayudes comadre”, debe haberse susurrado para sus adentros presidenciales.
Beatriz Gutiérrez Müller, escritora, periodista, doctora en teoría literaria y ex-no-primera-dama, publicó un mensaje de felicitación en Facebook que a la letra decía: “Muchas felicidades a nuestra presidenta por su cumpleaños, de parte de la familia López Gutiérrez. Que la buena fortuna colme su día, que la salud no se le despegue y que la inteligencia, que no le sobra, siga siendo su guía para conducir los destinos de nuestro querido México”.

Ese “que no le sobra” encendió las redes. La pifia semántica desató la polarización y la viralidad digital. Evidentemente suena a un error involuntario, pero el daño simbólico estaba hecho (ya ven cómo somos en redes como Twitter: un lodazal).
Este episodio bien podría haber quedado como anécdota de sobremesa. Pero adquiere un matiz más inquietante cuando observamos el entorno político que lo rodea. El gobierno de Sheinbaum intentó impulsar su Ley de Telecomunicaciones para otorgarle todo el poder a la Agencia de Transformación Digital y Telecomunicaciones y así tener control total sobre el Internet, las redes sociales, la radio, la televisión y lo que se acumule.
El resultado no fue el esperado por su coordinador de asesores: se les empezó a incendiar el gallinero dentro y fuera del territorio nacional y todo cambió en cuestión horas. A pesar de que la mayoría de Morena había aprobado en Comisiones del Senado la iniciativa, obvio sin leerla, la presidenta tuvo que meter reversa y pedirle a sus legisladores que no la aprobaran. Se quedó ‘en pausa’ la primera creación íntegramente gestada por su gobierno.
Entonces, la estrategia del laboratorio presidencial se trasladó a muestras más pequeñas. A saber: en Puebla, estado morenista, el Congreso local aprobó la multicitada #LeyCensura: una reforma al Código Penal que tipifica como delito el “ciberasedio”, castigando con hasta tres años de cárcel a quien “insulte, ofenda o agravie” a otra persona en redes sociales.
La ambigüedad de la ley —¿qué es un insulto?, ¿quién lo define?— abre la puerta a la persecución selectiva de voces críticas, particularmente periodistas, activistas y creadores de contenido incómodos para el poder en turno.
Otro caso paradigmático es el de Campeche, donde la gobernadora —con más folclore que pudor— emprendió una ofensiva judicial contra el periodista Jorge Luis N, quien fue vinculado a proceso bajo los cargos de “incitación al odio y a la violencia” por, presuntamente, dirigir críticas a Layda Sansores.
La acusación, a todas luces desproporcionada, no solo vulnera su libertad de expresión, sino también su derecho a informar, a asociarse y a ejercer libremente su oficio. En Campeche, los delitos de odio y calumnia están tipificados, y se han convertido en armas de represión selectiva en manos del poder.
Lo preocupante es que, a pesar de la evidencia en ambos casos, la presidenta Claudia Sheinbaum salió a respaldar a los gobernadores poblano y campechana. Esto sugiere, en los hechos, que se trata de dar luz verda a ese ‘laboratorio local’ para probar su Ley de Telecomunicaciones. O sea, ir conquistando terrenos más reducidos para, en el mediano plazo, imponer el control federal sobre las libertades de prensa y de expresión.

Así, mientras una figura cercana al oficialismo comete un error público que se vuelve viral, el aparato legislativo de la 4T afila herramientas legales para silenciar a quienes, con o sin lapsus, cuestionen al régimen. La contradicción es evidente: se exige respeto absoluto al discurso oficial, pero se toleran (o minimizan) los tropiezos de quienes orbitan en su círculo íntimo.
El caso Gutiérrez Müller no es grave por el error en sí, sino por lo que revela: una élite política que se siente tan segura de su narrativa que no teme equivocarse en público, mientras endurece las reglas para quienes osan disentir. La censura ya no se presenta como mordaza explícita, sino como una red de ambigüedades legales que criminalizan el desacuerdo.
En este contexto, el lapsus de la ex-no-primera-dama se convierte en símbolo. No solo de la fragilidad del lenguaje, sino de la fragilidad de nuestras libertades. Porque si una frase mal redactada puede incendiar las redes, ¿qué no podrá hacer una ley mal redactada en manos del poder?