Filiberto Cruz Monroy
Javier “Chicharito” Hernández no se disculpó. Aunque muchos medios de comunicación difundieron su comunicado como una “disculpa”, lo cierto es que el delantero jamás pronunció un “lo siento”. En su lugar, emitió un mensaje ambiguo donde lamenta haber ofendido a alguien, pero reafirma que simplemente expresó su “forma de ver la vida”. Y eso es justo lo preocupante.
El caso de Chicharito no se trata solo de un error individual ni de un “malentendido”. Es un reflejo del arraigo que tiene el machismo en diversos sectores de la sociedad mexicana, incluidos —y especialmente— aquellos donde la fama y el poder se cruzan. Porque cuando una figura pública como él habla, no lo hace solo como individuo, sino como una voz que representa a millones. Y eso conlleva una responsabilidad que no todos están dispuestos a asumir.
Lo grave de sus declaraciones —sobre los roles tradicionales de la mujer en el hogar— no es que tenga una opinión personal, sino que la compartió públicamente desde una posición de privilegio, reforzando estereotipos dañinos que durante décadas han limitado el desarrollo y la libertad de las mujeres mexicanas. Y lo hizo, además, como si hablara a nombre de todos. Como si tuviera la autoridad para definir qué papel deben tener las mujeres en la sociedad.
Peor aún fue la tibia respuesta institucional. Ni el Club Deportivo Guadalajara ni la marca Puma actuaron con contundencia desde el primer momento. Sus comunicados fueron diplomáticos, cargados de lugares comunes y, hasta cierto punto, evasivos. Chivas se deslindó diciendo que las declaraciones eran a título personal, y Puma reiteró su compromiso con la inclusión, pero sin anunciar medida alguna contra el jugador.
Solo cuando la presidenta electa Claudia Sheinbaum se pronunció públicamente, condenando los dichos como machistas, fue que las sanciones comenzaron a llegar. La Federación Mexicana de Futbol (FMF) impuso finalmente una multa económica y un apercibimiento a Hernández, calificando sus palabras como violencia mediática y estereotipos sexistas. Un paso necesario, pero tardío, que deja claro que sin presión política, muchas instituciones prefieren mirar hacia otro lado.
¿Es este solo un incidente aislado? Para nada. Es la expresión de un sistema que sigue permitiendo que hombres con proyección nacional reproduzcan discursos discriminatorios sin consecuencias reales. Es la prueba de que el machismo no solo vive en los rincones más conservadores del país, sino también en los estadios, en los medios, en las marcas… y en la falta de voluntad para actuar a tiempo.
Porque mientras las mujeres luchan a diario por espacios seguros y dignos —ya sea en la cancha o en la vida cotidiana—, basta una frase mal pensada de una celebridad para tirar abajo años de avances. Y lo más alarmante es que, en lugar de una disculpa sincera, lo que recibimos fue una justificación disfrazada de reflexión.
El fútbol, como fenómeno social, tiene un alcance profundo. Puede ser un vehículo de transformación, pero también un canal de perpetuación de desigualdades. Las figuras públicas que forman parte de él deben entender que sus palabras moldean percepciones y, por tanto, sus discursos deben ser cuidadosos, responsables y con perspectiva de género.
Este caso debe marcar un antes y un después. La sanción impuesta a Chicharito debe servir como precedente. Pero no basta con penalizar: hay que educar, formar y transformar desde las bases. Las federaciones, los clubes, los patrocinadores y los medios de comunicación deben comprometerse a construir una narrativa que no tolere ni normalice el machismo, ni siquiera cuando viene disfrazado de “opinión personal”.
El silencio, la tibieza y la complicidad también son formas de violencia. Y cuando alguien con tanto poder de influencia como Javier Hernández refuerza roles de género dañinos, el daño es colectivo. Por eso, más allá de la sanción, lo que se necesita es una disculpa genuina, una reflexión real y un compromiso contundente con la igualdad.
Hasta que eso no ocurra, seguiremos hablando del problema. Porque no es solo fútbol. Es cultura, es poder, es responsabilidad. Y sí, es también una lucha feminista que aún no se gana.
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