*Aunque Jerusalén no ha sido blanco directo de bombardeos, la ciudad vive en estado de alerta. El turismo se ha desplomado un 66 por ciento respecto a 2023, tras los ataques terroristas de Hamás.
Desde Jerusalén, Israel
A simple vista, parece una ciudad suspendida en oración: cúpulas doradas, minaretes que cortan el horizonte y campanas que marcan un tiempo propio, ajeno al resto del mundo. Pero bajo las piedras antiguas y las murallas sagradas late una tensión que no descansa.
Jerusalén no es solo una capital espiritual: es un campo de batalla simbólico donde cada plegaria puede convertirse en un reclamo político.
Se trata de la ciudad que es tinidad de santidad. En poco más de un kilómetro cuadrado, la Ciudad Vieja concentra los latidos de tres religiones monoteístas. El Muro Occidental, la Mezquita de Al Aqsa y el Santo Sepulcro comparten espacio, pero no paz. “Cada comunidad ignora a la otra en un intento de evitar la confrontación”, dice Aisha, comerciante musulmana que accede a hablar solo si no hay cámaras cerca.
La convivencia se ha vuelto un equilibrio precario. “Desde que salimos de casa hasta que volvemos estamos bajo vigilancia”, denuncia. Las cámaras del ejército israelí vigilan cada esquina, y los accesos a los lugares sagrados se han convertido en filtros de fe.
Sara, estudiante de Farmacia de 23 años, lo resume así: “Somos muy pocos los que podemos rezar aquí. Se ha convertido en un privilegio”. Para entrar a la Explanada de las Mezquitas, hay que pasar controles militares, recitar una oración del Corán y cubrirse de pies a cabeza.
Nada volvió a ser igual desde el 7 de octubre de 2023. El ataque de Hamás dejó más de mil 200 israelíes muertos y 250 secuestrados. La respuesta militar israelí ha sido devastadora: más de 65 mil palestinos muertos, según Naciones Unidas.
Aunque Jerusalén no ha sido blanco directo de bombardeos, la ciudad vive en estado de alerta. El turismo se ha desplomado un 66 por ciento respecto a 2023. Abdlekrim, dueño de un bar familiar cerca del Santo Sepulcro, lo vive en carne propia: “Abro cada día con la esperanza de conseguir algo de dinero. No me perdonaría cerrarlo”.
La tensión se traduce en calles vacías, negocios cerrados y rezos solitarios. “Muchos amigos han dejado de venir y las familias de Cisjordania tienen prohibido entrar aquí”, lamenta Sara, una joven voluntaria que antes el 7 de octubre de hace dos años ayudaba a enfermos gazatíes a recibir atención médica en hospitles árabes situados en Jerusalén.
El 9 de septiembre de 2025, un atentado en Jerusalén dejó seis muertos en pocas horas. La violencia reabrió el debate sobre seguridad y política. La reforma que facilita el acceso a armas fue criticada por su ineficacia: la mayoría de las neutralizaciones las ejecutaron soldados con armamento reglamentario.
La militarización de la ciudad es palpable. “Aunque nos vigilan con sus propias cámaras”, exclama Aisha Shneider, comerciante del mercado de la vía dolorosa. Aquí el miedo se ha vuelto rutina.
El 9 de mayo de 2025, más de 5,000 personas se reunieron en Jerusalén para pedir el fin de la guerra. Soldados israelíes, familiares de rehenes, líderes políticos y ciudadanos comunes se congregaron en el Centro Internacional de Convenciones. “La paz es posible”, dijo Mahmud Abás desde Ramala.
Ilana Kamin-Kaminka, madre de un joven asesinado por Hamás, lo expresó con dolor: “Estamos encerrados en un círculo de derramamiento de sangre desde hace un siglo. Se lo debemos a nuestros hijos”.
Israel tomó Jerusalén Este en 1967. Desde entonces, los palestinos la reclaman como capital de su futuro Estado. Pero la desigualdad se mide en calles: donde termina el asfalto, empieza la ocupación.
Shafiq, cristiano árabe de 25 años, tiene una tienda frente al Santo Sepulcro. “Intento estar informado, pero también reconocemos que hemos normalizado la tensión”, dice. Los cristianos son menos del uno por ciento de la población, pero su presencia sigue siendo testimonio de una fe que resiste.
Al caer la tarde, los rezos del muecín, los cantos del Muro y las campanas cristianas se mezclan en el aire, como si tres idiomas buscaran un mismo verbo: sobrevivir.
Los peregrinos siguen llegando; los soldados siguen vigilando; los políticos siguen prometiendo lo imposible.
Jerusalén es la manzana de la discordia del mundo moderno: un pedazo de tierra donde todos creen tener razón, y nadie tiene paz. Una ciudad que arde en silencio, donde la fe se volvió frontera. Y la historia, sentencia.
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