*Cuando el poder usa un micrófono público para impulsar un producto personal, la línea entre la voz institucional y la promoción privada se vuelve borrosa. Y en esa borrosidad, lo que se diluye no es solo la ética, sino la confianza.
Por Enrique Hernández Alcazar
Palacio Nacional volvió a ser la escenografía de un espot comercial.
Claudia Sheinbaum presentó su primer libro desde el atril presidencial. No en una feria, ni en una universidad, ni en una librería, sino en su mañanera: ese templo del mensaje único, escenario diario del poder. Se llama Diario de una transición histórica y en la portada camina junto a Andrés Manuel López Obrador por los pasillos del otrora Palacio Virreinal.
Todo un símbolo: la continuidad hecha narrativa, el relato oficial convertido en mercancía.
Igual que AMLO, Sheinbaum va por el camino de exhibir sus libros en la conferencia matutina. El problema no es que la presidenta escriba, sino el lugar y la forma en que lo promociona. La conferencia matutina no es suya. Es del pueblo. De hecho, así la bautizó desde el 1 de octubre de 2024: “La mañanera del pueblo”. Un espacio financiado con recursos públicos para rendir cuentas, no para anunciar publicaciones personales.
Este dilema no es legal —no creo que alguien la vaya a sancionar por ello—, sino ético. El Código de Ética de la Administración Pública es claro: ningún servidor público debe utilizar su posición para obtener beneficios privados. Y aunque la presidenta insista en que su intención es compartir su visión política, la pregunta persiste: ¿quién paga la promoción?
Si el libro se vende en librerías, si genera regalías, entonces existe un interés económico. Por más que se disimule bajo la bandera de la libertad de expresión.
Recuerdo que el propio AMLO llegó a mostrar los varios millones de pesos que obtuvo por las regalías de sus libros. Y lo hizo también en plena mañanera, donde presentaba sus nuevas publicaciones. Alguna vez me dijo en entrevista que las regalías no las cobraba él, sino Beatriz Gutiérrez Müller —su esposa—, quien le prestaba sus recibos de honorarios.
En la sinopsis del libro, Sheinbaum dedica su obra a López Obrador: “un líder que supo encabezar el rumbo de un pueblo decidido a cambiar su destino”. El texto suena más a testimonio de fe que a reflexión crítica. Pero lo verdaderamente relevante es que la autora de ese homenaje ocupa hoy el mismo cargo que el homenajeado. ¿Puede un presidente convertirse en cronista de su propio poder sin caer en la propaganda? ¿Puede usar el púlpito nacional para promover su diario personal?
En un país donde los funcionarios regalan sus biografías como souvenirs del poder, el caso Sheinbaum vuelve a poner sobre la mesa un debate necesario: ¿dónde termina la comunicación institucional y dónde empieza el culto a la personalidad? Porque una cosa es explicar políticas públicas y otra muy distinta es colocar tu propio libro en el escaparate de la nación.
Algunos justificarán el gesto bajo el argumento de la transparencia: “Es parte de su proyecto de país”, dirán. Pero la transparencia no consiste en contar tu historia, sino en rendir cuentas. El poder no se transparenta a través de una portada con AMLO, sino mediante datos, resultados y respuestas. Y hasta ahora, las mañaneras han servido más para la narrativa que para la rendición.
“Este es el diario de uno de los momentos más extraordinarios que entrelazan mi vida con la historia de nuestro país”, dice Sheinbaum. Tal vez. Pero ese entrelazamiento —vida, historia, poder— es justo lo que exige mayor prudencia. Porque cuando la historia se escribe desde el poder y se vende en librerías, deja de ser memoria y se convierte en mercancía política.
El libro, al final, no es lo que preocupa. Es el escenario. La presidencia no debería ser editorial, imprenta ni punto de venta. No puede ser escaparate ni vitrina del ego. Y aunque el relato oficial busque perpetuar la “transición histórica”, lo que vimos hoy fue otra cosa: la continuidad del viejo reflejo de un poder que se mira al espejo y aplaude su propia imagen.
Cuando el poder usa un micrófono público para impulsar un producto personal, la línea entre la voz institucional y la promoción privada se vuelve borrosa. Y en esa borrosidad, lo que se diluye no es solo la ética, sino la confianza.





