La izquierda mexicana está secuestrada. No por el conservadurismo, ni por el empresariado, ni por los fantasmas del neoliberalismo. Está secuestrada por quienes juraron defenderla. Morena y la autodenominada Cuarta Transformación han convertido los ideales de justicia social, crítica al poder y defensa de las minorías en una franquicia electoral. Hoy, ser verdaderamente contestatario es casi un acto de disidencia… desde la derecha.
Bitrio Smoke, rapero incómodo, lanza rimas que incomodan al régimen. Y por eso lo etiquetan como “derechista”. Como si la crítica musical al poder solo fuera válida cuando la entonaban Oscar Chávez o el Palomazo Informativo contra gobiernos priistas o panistas. Como si el micrófono tuviera filiación partidista. Bueno, ya vimos que entre algunos juglares apocalípticos si lo es.
Lo mismo ocurre con los cartonistas políticos. Esos que antes eran látigo del autoritarismo hoy parecen ilustradores oficiales del boletín presidencial. ¿Qué pasó con la sátira y el humor ácido como herramientas de la resistencia y de la insubordinación al poder en turno?
La izquierda real, la que exigía piso parejo, instituciones fuertes y contrapesos democráticos, no vive en Palacio Nacional. Vive en el exilio. Porque desde el sexenio de AMLO, y ahora bajo el mandato de Claudia Sheinbaum, se ha emprendido una demolición sistemática de las estructuras que antes defendían. El INE (con todo y el IFE de 2006), la transparencia, la pluralidad legislativa, la autonomía judicial… todo estorba cuando se quiere que el poder sea absoluto.
Pablo Gómez Álvarez, viejo emblema de la izquierda crítica, hoy encabeza una reforma electoral que busca reducir la representación de las fuerzas políticas más pequeñas. ¿Dónde quedó la defensa de las minorías? ¿Dónde la exigencia de equidad frente al poder hegemónico? La izquierda que antes gritaba en las calles ahora susurra en los pasillos del poder.
Pero quizá el síntoma más grotesco del extravío ideológico sea la defensa de lo indefendible. Hoy se justifica la opulencia morenista con el mismo cinismo con el que antes se repudiaba la del peñismo. Los mismos personajes que se rasgaban las vestiduras frente a los relojes de lujo, los vuelos privados y los trajes de diseñador, hoy aplauden la ostentación si viene envuelta en guayabera y discurso popular. La austeridad republicana se convirtió en simulacro, y el “no somos iguales” en mantra para blindar excesos. ¿Desde cuándo la izquierda celebra el derroche si es propio? ¿Desde cuándo el poder se volvió incuestionable si se dice del pueblo?

Y la Suprema Corte, último bastión institucional, está a punto de concretar su colonización de facto. En 20 días, el próximo 1 de septiembre, estará integrada por los nueve candidatos favoritos del acordeón oficialista. Esos que curiosa y orgánicamente, ganaron la elección judicial hace apenas diez semanas. ¿Casualidad? ¿Democracia? ¿O simplemente una nueva forma de control disfrazada de legitimidad?
La izquierda no está en Morena. Al menos no toda. Pero, ¿dónde está? ¿Está en quienes se atreven a cuestionar, a incomodar, a señalar los excesos del poder sin importar el color de la camiseta? ¿Está en los raperos incómodos, en los periodistas sin subsidio, en los ciudadanos que no compran el relato oficial? ¿Está? Porque si la crítica se convierte en traición, entonces la democracia regresó al punto en el que estaba. Dejó de ser plural para volver a ser monolítica. El tricolor más agrio vestido de guinda esperanza.
La izquierda no murió. Pero está en coma inducido por quienes la usan como escudo mientras empuñan la espada del autoritarismo.