Filiberto Cruz Monroy
Con casi siete años en el poder, Morena ha dejado de ser el movimiento disruptivo que enarbolaba la bandera de la transformación. Hoy, en su Octavo Congreso Nacional, el partido busca consolidar una estructura territorial que recuerda más al viejo PRI que al movimiento ciudadano que prometía hacer las cosas distintas. La creación de comités en cada una de las más de 71 mil secciones electorales del país no es una simple estrategia de movilización política: es un intento de controlar el territorio, el discurso y, sobre todo, la narrativa interna del partido en un momento en que la cohesión empieza a tambalearse.
No es casualidad que quien orquesta esta estructura sea Andrés Manuel López Beltrán, hijo del expresidente López Obrador. Bajo el argumento de promover los “valores y principios” del movimiento, Morena planea colocar cinco militantes en cada rincón del país para asegurar presencia permanente. Pero más allá de las palabras y las intenciones oficiales, lo que se gesta es una red de vigilancia y operación que busca blindar políticamente al partido, influir en la opinión local, y mantener viva la llama de la 4T cuando el líder fundador ya no esté en la boleta.

El Congreso ocurre en un contexto especialmente delicado: Morena enfrenta presiones internas por el escándalo que involucra al senador Adán Augusto López y su secretario de Seguridad, Hernán Bermúdez Requena, señalado como líder del grupo criminal La Barredora en Tabasco. Mientras uno es buscado por la Interpol y el otro evade a la prensa, el partido guarda silencio. Un silencio que ya no sólo incomoda, sino que inquieta. Claudia Sheinbaum, la presidenta, pidió públicamente que López se pronunciara. Lo hizo, apenas. Un mensaje escueto, sin autocrítica y sin asumir responsabilidades.
Pero ese no es el único vacío. El líder de la bancada morenista en la Cámara de Diputados, Ricardo Monreal, no asistirá al Congreso Nacional. Su ausencia es una declaración política en sí misma. Habla de una fractura silenciosa, de un malestar creciente entre las figuras con trayectoria y peso propio, frente a una dirigencia que se está cerrando cada vez más sobre su núcleo más leal y, a veces, más obediente.
La propuesta de impedir el “chapulineo” —el brinco oportunista entre cargos o partidos— parece una buena idea a primera vista. Pero en el fondo también es una forma de controlar quién entra y quién no a las filas del partido, de marcar territorio ante la llegada de externos que no hayan sido “formados” dentro del sistema de lealtades de Morena. Esto, sumado a la intención de que los comités territoriales participen en la definición de candidaturas, muestra una lógica de cerco político: una élite dirige y las bases replican, con la ilusión de ser escuchadas.
La narrativa del partido-guardián de la transformación se enfrenta ahora a su mayor prueba: ¿puede Morena seguir hablando de democracia interna, cuando refuerza estructuras verticales bajo el pretexto de la organización? ¿Puede seguir prometiendo apertura, mientras cierra el paso a quienes no se alinean al discurso dominante?
El paralelismo con el viejo PRI no es casual. Morena se está construyendo a imagen y semejanza de un sistema que, si bien eficiente en su operación territorial, fue incapaz de resistir la presión de la pluralidad democrática. Ahora Morena quiere ese poder, esa omnipresencia en cada sección electoral, pero sin los contrapesos ni la transparencia que exigen los tiempos actuales.
El caso Adán Augusto es la muestra más clara de esta tensión. Si uno de los hombres más cercanos a López Obrador —exsecretario de Gobernación, exgobernador, aspirante presidencial— está vinculado con un esquema criminal, el partido debería reaccionar con contundencia. No basta con mensajes tibios o con guardar las apariencias hasta que pase la tormenta. El silencio puede ser cómodo, pero es también cómplice.

El Congreso Nacional de Morena no será recordado por su espíritu democrático, sino por su intento de consolidar un aparato todopoderoso que garantice lealtades, suprima disidencias y oculte los escándalos bajo una alfombra territorial bien tejida. La transformación prometida corre el riesgo de convertirse en un régimen donde la crítica interna es vista como traición y donde el silencio —cuando conviene— se convierte en la estrategia más efectiva para sobrevivir.
Porque si algo está claro es que en Morena ya no se discute abiertamente: se obedece, se organiza y se cuida la imagen del proyecto… aunque el precio sea la verdad.