Opinión | “Tláloc no tiene la culpa”

Por: Enrique Hernández Alcázar

Cada vez que llueve torrencialmente y las aguas desbordan calles, sepultan casas o arrastran vidas, volvemos a culpar al mismo de siempre: Tláloc. Lo invocamos con furia cuando sus lluvias arrasan lo que con desdén o negligencia construimos mal. Lo responsabilizamos como si en sus manos estuvieran los permisos de uso de suelo, las tuberías tapadas con la basura que arrojamos a la calle o el asfalto vertido sobre los ríos.

Pero Tláloc no tiene la culpa. Como tampoco la tienen Erick, Otis, John ni el que venga. Lo que deja tras de sí un huracán no es castigo divino, pero tampoco es un mero desastre natural. Es, en realidad, una tragedia humana. No provocada por los vientos o la presión atmosférica, sino por una forma de habitar que desprecia el entorno y glorifica la improvisación urbanística, la corrupción inmobiliaria y la soberbia del cemento sin planeación.

Otis no destruyó Acapulco. Lo hizo nuestra ceguera ambiental. Esa que ignora los mapas de riesgo, que entuba barrancas para fraccionamientos, que rellena laderas con casas precarias y presume de progreso donde apenas hay loteo salvaje. Cuando Erick azotó esta semana, volvió a recordarnos que no hemos aprendido nada: las lluvias no colapsan ciudades. Lo hace nuestra basura, nuestro desorden y nuestra falta de memoria.

FOTO: CAROLINA JIMÉNEZ MARISCAL/CUARTOSCURO.COM

Sí, el clima ha cambiado y estamos frente a una emergencia. Pero nosotros no cambiamos. Nos empeñamos en vivir al margen de la lógica de nuestro propio hábitat. Desviamos cauces, talamos bosques, impermeabilizamos el suelo, llenamos de plástico el subsuelo y luego fingimos sorpresa cuando una tormenta nos cobra la factura. Cada desastre mal llamado “natural” es, en realidad, un espejo: el reflejo de nuestras decisiones.

Según el más reciente informe de la ONU, los desastres relacionados con el clima generan pérdidas económicas que superan los 2.3 billones de dólares anuales, diez veces más de lo que se estimaba hace apenas una década. Y más del 90% de estos eventos están vinculados al agua: huracanes, inundaciones, sequías. La culpa no es Tláloc. Es de nuestra costumbre de apañar el entorno y de explotarlo sin piedad.

¿Por qué seguir nombrando a los huracanes como si fueran personas? ¿Por qué no llamarlos por lo que realmente los vuelve letales? Bien podríamos hacer una lista más precisa para bautizar a los que vengan: Huracán Tren Maya. Huracán VotaPorMí y TeReguloTuPredio. Huracán Inmobiliaria del Valle. O, más directo aún: Huracán Estado Omiso.

Porque no es Tláloc quien permite edificaciones sobre suelos inestables. No es él quien soborna inspectores ni quien draga manglares. El Dios mexicano del agua sigue en lo suyo: hacer llover cuando debe, soplar los vientos, regar las montañas. Somos nosotros quienes, en lugar de escuchar la voz del agua, la entubamos. Y luego nos hacemos los sorprendidos cuando ese concreto se convierte en tumba.

El desastre no comienza con el viento: empieza mucho antes, cuando silenciamos el susurro de la tierra, cuando preferimos el rédito rápido a la resiliencia, cuando olvidamos que habitar no es conquistar la tierra, sino convivir con ella.

La próxima vez que un huracán toque tierra, pensemos menos en su nombre propio y más en los nuestros. Tal vez entonces dejemos de ver las lluvias como castigos y empecemos a entenderlas como advertencias. 

Claras. Contundentes. Inaplazables.

Redacción

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