Por Enrique Hernández Alcázar
Ni con la reaparición del expresidente se obtuvo la masiva participación en la inédita elección de este domingo. Con acordeón en la mano (ni él pudo recordar nombres, números y puestos), Andrés Manuel López Obrador reapareció desde Chiapas después de 243 días en que nadie sabía nada del tabasqueño. ¿La causa? Su causa: la primera elección judicial de la historia mexicana; diseñada, impulsada y presionada por él.
López Obrador -con nuevo look (copete largo y casquete a rape)- y su misma guayabera tropical, salió de su impasse público como una especie de mantra motivador que no provocó el efecto deseado. Al final, fue una jornada entre el bostezo ciudadano y el abucheo popular. El acto debía ser épico: el “pueblo sabio” decidiendo quién debe impartir justicia. Pero lo que vimos fue una urna más cerca de la escenografía que de la democracia.
En vez de multitudes agradecidas, hubo casillas vacías, ciudadanos confundidos, y una “mega marcha nacional” protestando contra el simulacro. Porque eso pareció: un ensayo general de populismo judicial sin libreto claro. Una jornada donde el electorado, lejos de sentirse empoderado, se sintió usado.
La promesa era revolucionaria: acabar con los jueces “corruptos” impuestos por “los de arriba” y devolver el poder al pueblo. Pero en la práctica, esta elección parida a codazos por Morena pareció más un casting mal dirigido que un ejercicio democrático. Poca información sobre los candidatos, confusión sobre los cargos, y una campaña institucional que apostó más por el eslogan que por la pedagogía cívica.
Peor aún: mientras el presidente se tomaba la foto votando, miles marchaban en 80 ciudades para denunciar que lo que se votaba no era justicia, sino un poder judicial subordinado al Ejecutivo. El mensaje de la calle fue claro: no nos tragamos el cuento.
¿Y qué decir de la participación? Poca. No por apatía, sino por hartazgo. Porque cuando la democracia se convierte en espectáculo, el público termina cambiando de canal. Votar por jueces puede sonar bien en el discurso, pero en un país donde el poder presidencial ha cooptado instituciones, medios y presupuestos, lo judicial se vuelve político… y lo político, cada vez más farsesco.
La paradoja es brutal: el presidente que prometió transformar la justicia terminó convirtiendo la elección judicial en una coreografía solitaria. Salió a votar esperando aplausos y encontró silencio. En vez de una plaza llena, un país que ya no se deja llevar solo por la narrativa oficial.
La democracia no es una puesta en escena, ni un voto simbólico. Es participación informada, debate público, contrapesos reales. Este domingo no hubo nada de eso. Solo un intento desesperado por disfrazar de democracia lo que huele a control.
El juicio verdadero no ocurrió en las urnas, sino en la conciencia crítica de quienes siguen creyendo que justicia y poder no deben ser sinónimos.
Foto de portada: Especial